Reflexiones ante póstumas del tercer
y verdadero padre de Leopold Bloom sobre: el amor; la locura; la pérdida; la
soledad; el olvido; el arrepentimiento; la redención a través de la muerte; el
mercado laboral; la política penitenciaria y el esnobismo, más concretamente
dentro de éste, de cómo un espléndido y ostentoso sofá granate, pasó del
escaparate de Roche Bobois al salón de estar de una humilde higienista dental.
Llevo
demasiado tiempo frente a este espejo buscando respuestas. Al menos una, que
suponga la llave para un relato factible de hechos concatenados, que me ayude a
identificar los hitos y las causalidades, a comprender. Una sola, no importa
que sea pequeña, inverosímil, peregrina o incluso falsa, pero que sea, tan solo
necesito que sea. Ya solo ansío despejar la incógnita, resolver el enigma,
cerrar el círculo.
Demasiada
arena, desiertos enteros pasando por el lánguido, fino y estrecho paso de los
conos enfrentados. ¡Sí! ese ruido constante y mortificador, al parecer,
inapreciable para los oídos de los demás y, sin embargo, ensordecedor para los
míos. Lo oigo, el tiempo suena, el minúsculo y alineado grano, grano a grano,
el roce con sus semejantes, deslizante fricción; empujones a través de la
cristalina estrechez que amplifica la estridencia; la pelea por ser el primero
en dar la razón a Newton, la gravedad del tiempo que, pese al coeficiente de
rozamiento de los deseos, anhelos desacelerantes, aún así, provoca
invariablemente su caída en el nunca y vuelta a empezar. Sísifo enfundado en un
roído bluyín, con el torso desnudo, los brazos entumecidos, los talones
hundidos en la arena húmeda por el perpetuo sudor, subiendo grano a grano a
grano a grano, a grano.
Ya
no distingo si el tiempo discurre en el sentido que debiera o, si por el
contrario, lo hace en sentido inverso al natural de su marcha; intento
infructuosamente crear una nueva realidad al revisitar un tiempo y un espacio
ya muertos, como espectador privilegiado, sentado en lo más alto del graderío,
donde apenas se distingue a los protagonistas del decorado, imposibilitado del
todo para la actuación sobre los hechos acaecidos, para la rectificación, por
tanto, negada toda redención. No puedo fiarme de la realidad que me intenta
imponer mis sentidos, sentidos que se alimentan de recuerdos, información guardada
en un disco duro dañado ¿Qué es real o lo fue en su momento? ¿Qué interpretación?
¿Qué anhelo de ser? Erráticos informes de un exterior que ya no es, que no
pueden desembocar en otra cosa que no sea una realidad fallida, ilusoria y nebulosa.
Memoria. Recuerdo. Falacia.
Esta
arena sonora, hueca, gruesa, áspera, se mezcla con palabras apenas susurradas,
afloran de nuestras bocas en un idioma ininteligible y cifrado, conversaciones
enteras: -Aflajasme la vestimenta quo
vasu gri dus fatis- te oigo decir con ira mientras yo te contesto con
condescendencia -Ni se me gasta por fa dolmeta-. Tras un rato de calma, no
mucho, un nuevo exabrupto tuyo me pone en guardia –Al menos jiorava el soporbufo
de la gimanta- a esa ni te contesto, me giro y sigo a lo mío, con mi nariz
entre los pechos de Molly mientras Leopold encuentra por fin su patata. Así
horas interminables, desentendiendo lo aprendido y desasiendo lo aprehendido,
desmontando el paraíso con una sutil y silenciosa excavadora armada con una
inmensa pala blanca tatuada con jeroglíficos negros. Luego, después del triunfo
del hastío y el hartazgo, todo termina súbita e irremediablemente con un grito,
un desdoblamiento del yo en el que apenas te reconozco, un arañazo sostenido en
el aire húmedo con el que pones punto final a la discusión: -¡Herkadia xi das
la vuelta enfrastizado!-. En este mismo instante me queda claro que esta noche
no toca amalar el noema, no habrá abrazo, caricia ni beso, siquiera dormir
juntos cada uno en su parcela registrada del lecho, dando la espalda al nuevo
extraño; extraditado de la alcoba, como únicos compañeros el fin de emisión, una charla con Jean
Valjean acerca de las singularidades femeninas y el zumbido, el puto zumbido.
En
mi nocturno destierro continúo lamiéndome las heridas producto de la batalla
perdida, me invade el desaliento y una sensación de inexplicable extravío; mi
cuerpo se amolda como una mano a un guante, la práctica casi cotidiana ayuda al
reconocimiento mutuo, al sofá granate que compramos en aquella bonita tienda.
¿Recuerdas? A diario nos deteníamos unos minutos delante de su escaparate,
parada obligada antes de llegar a la clínica donde acababas de renovar tu
contrato en prácticas de un año, que orgullosa estabas de tu título de
higienista dental. Solíamos ir, de cuando en cuando, a soñar con el lujo y la
opulencia, probando sillones inaccesibles hasta que el estúpidamente estirado y
seco dependiente nos llamaba la atención; jugábamos a tomar café en mesas de
otras alturas, no la nuestra, a las que solo pudimos acceder en tiempos de
liquidación: “Liquidación y cierre por
inminente extinción de Nuevos Ricos, descuentos del 80%”. -¡Que se jodan!- gritamos al salir de la
tienda con nuestro sofá de diseño
italiano.
Tras
dos desiertos y medio el granate asiento mutó de mueble a metáfora, de lujosa
imagen de estatus ficticio, parecer ser no siendo, a prueba irrefutable del
deterioro; de las seis robustas patas de antaño, ahora cojeaban dos, nosotros;
se nos fueron descosiendo las costuras hasta brotar el relleno deshilachado; se
nos quebró la piel, deshidratada, otrora turgente y ligante, aplacadora de la
fuerza centrífuga, freno a la expansión y dispersión del Big Bang de nuestro
Nosotros. ¡No lo entiendo! No se si fue un proceso erosivo, silente, de esos de
los que no te percatas hasta que se te caen los pantalones en público y
adviertes, solo entonces, que la inanición voluntaria y programada ha llegado
demasiado lejos. La esencia con los accidentes por los tobillos, con el culo al
aire, desnuda y desprovista de significantes, llaves perdidas de puertas
cerradas, de escapatorias a mundos de conejos parlantes con relojes de pulsera.
¿Sin accidentes dejamos de ser esencia? ¿Esencia y accidente en el mismo plano?
¿Qué somos como individuo único si no accidentes? Ser dentro parte del Todo
nunca lo he considerado ser. Para mí ser siempre es fuera, solo, individual y
distinto. No se si uno se puede desligar de los demás o precisamente ese afán,
imposible de conseguir, es el que te persigue como una polla gigante llena de
chinchetas dándote por el culo aún con el orto sellado con plomo. ¡Desprecio
esa mierda! ¡Yo me considero accidente!
O
por el contrario un instante, conglomerado de azares que confluyen en un único punto donde se
concentran y desvelan las bifurcaciones del destino multiplicando
exponencialmente las posibilidades de errar, de perderse tras la puerta que
aparece tras la puerta que esta situada tras la puerta. Abrirla y… escuadrón de
la muerte, emboscada guerrillera, pero… pero… pero… ¿Qué instante? ¿Qué
sucedió? ¿En mí? ¿En ti? Busco respuesta en el reflejo de estas ojeras
perennes, oscuras huellas de noches eternas, repletas de espejismos voraces que
no llegan a ser nunca sueños profundos por culpa del maldito insomnio, en las
que oigo llover incluso cuando no lo hace. También la lluvia parece hablarme
entre dientes, entre gotas, mascullando esquirlas líquidas que me atraviesan.
¡Este susurro me va a volver loco! Entorno los ojos hasta casi cerrarlos,
distorsiono la imagen que me devuelve el espejo, y es entonces cuando parece
intentar comunicarme algo. Por ahora es ilegible. Soy incapaz de atisbar,
siquiera de adivinar a sorteo entre las más cotidianas o comunes, una
explicación a este desastre. A esta vida en muerte, mi vida, tu muerte.
Rebobino nuestra película con la tecla del play
pulsada y no aparecen villanos ni traiciones ni sospechas ni alarmas ni signos
ni señales ni indicios, mucho menos pistas o premoniciones. De esta especie de
trailer surrealista y acelerado saltan fogonazos que me hacen estremecer. Tus
rizos insumisos, rútilos ficticios premeditadamente desajustados; tu altura
inagotable, los ojos sonoros y descalzos; el andar azul de tus piernas llenas
de juvenil músculo. Las primeras caricias, abruptas, inexpertas; la impericia
de mis manos, el dolor y la risa; una risa desconocida hasta entonces, líquida
y caliente, risa que se fue convirtiendo en carcajada cuando este inexperto se
transformó en habilidoso profesional. Los dos aprendimos al unísono. No solo
nos descubrimos el uno al otro, nos descubrimos a nosotros mismos a través del
Otro. Esa parte del Uno imposible de ser revelada en soledad; la lección
consistía en sucumbir a la pulsión
primaria de deshacerse en el Otro como un azucarillo en café recién
hecho, que cambiara de sabor, que al sorberlo y paladearlo supiera oliera
sonara a algo distinto a cada uno por separado, a Unidad.
Ahora
soy incapaz de recordar e identificar la última carcajada, ubicarla en el
tiempo y en el espacio; entre los dedos de mi memoria apenas queda un puñado de
ellas, el resto resbalaron gélidas en dirección a los codos y, de ahí, caída
libre al agujero negro de la nada. Esa estentórea y mil veces repetida
carcajada, desgastada, entibiecida, en algún momento se transformó en anodina
sonrisa funcionaria. Roída por algún ratoncillo perdió brillo, cuerpo,
presencia, decencia. ¡Ahora solo queda esta incipiente y galopante demencia!
¡Me niego! No puede ser suficiente. Tal vez tus celos, ridículos y extravagantes,
de Molly, de Teresa, sobre todo de la Maga, cuanto la odiabas; la incomprensión
mutua ensanchada por interminables silencios, el desembarco de la tristeza y
los delirios en el antiguo paraíso, ¿fueron ellas las que te desplazaron o tu
la que se distanció?
2,10
de ancho por 3,05 de largo. Inmenso espacio diáfano henchido de desasosiego, que
feliz sería el portugués aquí; campo de juego permanente de la vaguedad y la
locura, tenaza sensorial labrada a conciencia por mi permanente estado de
consciencia, el espacio como un personaje más en este Circo, y tu ausencia…
nunca una ausencia había ocupado tanto, una Nada ocupándolo Todo. Un estante
fijado con ahínco a la pared como mesa, un ascético catre y sanitarios de
pulcro y pulido acero inoxidable. En esta puta celda acolchada no me dejan
tener nada que sirva para dar fin a este fin infinito, cíclico y recurrente, a
esta decadencia y podredumbre cotidiana, apestar a cadáver estando vivo. En la
mesa, mirándome descaradamente a los ojos, casi retándome, el papel recién
profanado con estas amontonadas letras; a mi izquierda, más papel con más
mierda: Bloomsday, mi última bosta pretenciosa, y Sentencia firme, mini
disección de mi debacle, las dos aplastadas por la inmensidad de la más
reciente edición de En busca del tiempo perdido, preparada para su, casi con
total seguridad si todo va según lo planeado, inconclusa tercera lectura; un
bote de tinta comestible y varias plumas de ganso. No entiendo este insano e
irracional afán de impedir mi muerte; el incordio de mi cuidado, el gasto a
cargo del erario público de las instalaciones y la manutención, surrealismo
elevado a la enésima potencia. Impedirme la fuga de mi cuerpo. ¡Malditos seáis
todos mil veces! Solo deseo que cese este zumbido, ¿es mucho pedir?
-La
mató por que estaba loco- les oía murmurar en la sala. Que sabrán de nosotros
esos estúpidos. -Fue por los libros- decían otros. Burdas especulaciones, todo
por mi alucinógena confesión de la noche de autos: -No podía concentrarme-
balbuceé -Ella quería que le dedicara
tiempo- repetía -Ahora podré releerlos- sentencié. El Tribunal también
sentenció, “Artículo 139: Será castigado
con la pena de prisión de quince a veinte años, como reo de asesinato, el que
matare a otro concurriendo alguna de las circunstancias siguientes: 1ª (…) 2ª
(…) 3ª Con ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del
ofendido”.
Y
aquí estamos, a las puertas de mi propio Auto de fe, página quinientos
cincuenta y cinco, la biblioteca ardiendo y yo sin petróleo, Peter Kien en su
escalera y yo en la mía, improvisada, preparada para el último salto, esta vez
sin números escritos con tiza en el suelo… ni Cielo. Ya falta poco para volver
a vernos mi amor, todo está preparado. En un principio tenía dudas sobre la
manera de ir a tu encuentro, pero creo que la decisión, por fin es la acertada.
El plan A consistía en arrancarme en sueños la lengua de un mordisco y morir de
asfixia al tragarla, total y definitivamente descartado por falta de la
valentía necesaria e imposibilidad de ensayo previo. El plan B era separar los
ojos de sus cuencas con mis propias manos para, en primer lugar, no volver a
verte en mí al mirar este diabólico espejo de pulpa blanca, empeñado en
devolverme tu cara llena de sonrisa como método de tortura penitenciaria y, en
segundo lugar, si acompañaba la suerte, morir desangrado; igualmente desechado,
en esta ocasión, por manifestar una dificultad extrema en la ejecución y, por
otro lado, los riesgos de quedar vivo e impedido para proceder a la consecución
del objetivo final eran evidentes. Por tanto, solo quedaba una salida, el plan
C: la paciencia. Mucha paciencia hay que tener para ahorcarse con hilo dental;
dejar de limpiarme los dientes durante meses no, durante años, diez ya; guardar
escondidos los rollos de hilo dental, estirarlos, trenzarlos, unir unos con
otros hasta formar una cuerda que soporte mi peso, que permita ahorcarme o,
mejor, que me corte el cuello en la primera sacudida. ¡Sí! Que me corte el
cuello sería lo justo. Ya estoy imaginando las cabeceras de los diarios y los
artículos sobre el caso, a toda página: “La
redención poética del asesino de la higienista dental”, espléndido titular.
La sangre de mi yugular salpicando al enfermizo Proust, mientras, aún caliente,
resbala hasta llegar a mis manos todavía manchadas con tu sangre. Heroico.
AUTOR: Juanje Frayfregona.
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