Extrañas formas surgen de la oscuridad, difusas como el humo, terribles. Se acercan, un miedo primitivo me hiela las entrañas que se encogen con dolor. Llegan, están sobre mi; están en mí. Mi cuerpo se convulsiona, los músculos se contraen espasmódicamente, la mandíbula gira sobre sí misma, los ojos se hinchan, mis facciones cambian. Hay dolor, pero es superado por el miedo. Horror de la mente ante el caos. Todo escapa al raciocinio. Las leyes naturales, el orden que da poder y paz al hombre, no existen. La barrera entre lo real y lo irreal ha desaparecido. La lógica ha derivado en absurdo: la gravedad es aleatoria, el tiempo variable. La habitación donde me encuentro cambia a cada parpadeo de mis ojos. Grito con pavor, la voz se distorsiona, como si el aire sobre el que se propaga no fuese homogéneo. Gira y vuelve a mí, pero ahora es una carcajada que intenta entrar en mi garganta. ¡No!.
Un trueno, la habitación se ilumina un segundo y vuelve la oscuridad. Otro trueno. Sudo, la sábana se pega a mi cuerpo. Estoy sobre la cama; he tenido un sueño. Busco con la mano a María, no la encuentro. Otro relámpago y veo su lado vacío. ¿Dónde está? Oigo voces en el comedor, alguien habla. ¿Es María? no, no es nadie, sólo la Tele. ¿Qué hora es?, no puedo ver el despertador pero no enciendo la luz, no tengo ganas de mover el brazo. Prefiero quedarme tumbado, pensando. Vuelve a tronar, la tormenta se aleja y María está tumbada en el sofá, sola, viendo la televisión.
Un escalofrío recorre mi espalda, siento miedo. De María. No, es el sueño, todavía lo recuerdo. Veo el pomo de la puerta girar; viene María. El pomo ha girado pero no abre la puerta, está detrás, ¿esperando? Todavía oigo la televisión, otra vez un escalofrío, estoy muy sudado y vuelvo a tener miedo: alguien viene a matarme, ya ha matado a María y ahora viene a por mí. O quizás es María que ha enloquecido. Tonterías. Aún debo estar soñando. ¿Pero por qué tiene el pomo girado y no abre la puerta? Al fin se abre, es María. Su silueta se recorta ante el fluctuante vaivén luminoso que provoca el televisor desde el comedor. Puedo ver el contorno de su cuerpo bajo el camisón. En su mano sujeta algo brillante. ¡Dios mío!, es un cuchillo; quiere matarme. La cabeza ha empezado a palpitarme, no puedo pensar. Un hormigueo baja por mis piernas, quiero moverlas pero no puedo. María levanta el cuchillo por encima de su cabeza. Quisiera gritar, pero tampoco puedo. Lo coge con ambas manos. Continua quieta bajo el marco de la puerta. De pronto baja el cuchillo con fuerza y lo hunde en su pecho; le atraviesa el corazón. Lo saca y vuelve a hundirlo otra vez, otra vez, otra vez ... Sus piernas se doblan y cae. Al fin consigo gritar algo, el grito sale roto de mi garganta, y se parece a un nombre: María.
Hay sangre por todas partes, en la puerta, en la pared, en el suelo. Yo sigo en la cama, y María muerta. ¿Estoy soñando?, no. Es cierto, ha sucedido; mi María está muerta. Me siento aliviado por estar vivo, porque María descargara sus golpes contra su pecho en lugar del mío. Y me odio por sentir eso; yo la quiero, la quería. ¿Por qué? Tengo que llamar a alguien. ¿A quién? a la policía. El teléfono está en el comedor y para llegar a él he de pasar por encima de María, pero no quiero. Salgo a la terraza y entro al comedor por el balcón, en verano siempre tenemos abierto el balcón. Cojo el teléfono y marco 091. Una voz responde al otro lado, me hace preguntas; yo las respondo todas. Le digo mi nombre, la dirección. "Mi mujer se ha matado".
Vienen hacia aquí. Cuelgo y me siento en la silla a esperar. El televisor está encendido, lo apago. El silencio y la oscuridad lo llenan todo, la tormenta ya ha desaparecido. Busco el interruptor de la luz a ciegas, tropiezo. Al fin lo encuentro y el comedor queda iluminado. Miro el reloj de la pared que marca las doce y media. Recuerdo que cuando me fui a la cama y dejé a María viendo la televisión marcaba las doce y cuarto. Dios mío, sólo ha pasado un cuarto de hora. Vuelvo a sentarme en la silla. Dejo mi mente en blanco mientras espero que llegue la policía.
No llega. El reloj marca las doce y treinta y un minutos. Los segundos se convierten en horas, la policía no viene y María está muerta en la habitación. De pronto percibo un olor agrio, olor a sangre. Cierro los ojos y vuelvo a ver a María atravesándose el pecho una y otra vez con el cuchillo. Creerán que lo hice yo. La policía creerá que yo la he matado. Pero no, no puede ser, no están mis huellas en el cuchillo, ni estoy lleno de sangre. Además. ¿Por qué iba a hacerlo? Esperaré.
Han pasado muchos minutos y sigo aquí sentado con los ojos fijo en el reloj, veo moverse la aguja de los minutos, el movimiento es muy lento, pero perceptible.
El aire se ha vuelto más pesado, un fuerte hedor lo Impregna todo. Suena el timbre; ya están aquí.
Abro la puerta y encuentro en el pasillo a dos hombres. Son policías nacionales, uno de ellos es de mediana estatura, unos noventa kilos y cuarenta y tantos años. Lleva bigote: "soy el sargento Vázquez". su voz es fuerte, resuelta. Tiene las cejas muy pobladas, y el bigote espeso. Me da miedo.
Los policías entran, cruzamos el pasillo hasta la habitación y llegamos hasta María, que yace muerta frente a la puerta. No nos podemos acercar a ella sin pisar el charco de sangre, ahora casi negra, que rodea su cuerpo.
El otro policía, un joven alto y delgado con granos de acné en la cara, se queda allí. El sargento y yo nos vamos de nuevo al comedor. Me mira con odio y pregunta por el teléfono. Está donde siempre: sobre la mesita rinconera. Lo descuelga y hace una llamada: habla de "proceder al levantamiento del cadáver", cuelga. y se dirige a mí con una mirada de muerte; "siéntate, cabrón". Obedezco inmediatamente. El corazón vuelve a palpitarme con furia, la sangre golpea con fuerza mi cabeza y no me deja pensar con claridad.
"Debes haber disfrutado mucho, verdad. ¿Cuántas puñaladas le has dado, cinco o seis?". Ha acercado tanto su cara a la mía que puedo sentir el fuerte olor de su aliento y ver una fibra amarilla colgada de su colmillo derecho.
"Yo no he sido, se lo ha hecho ella". Explico mientras aparto mi cabeza hacia atrás. De repente me coge por la camisa y me levanta en peso de un sillón: "Hijo de puta, sabes lo que me gustaría hacer ahora", y me lanza al otro lado de la habitación. "Venga, lárgate, ¡vete ya!", grita mientras desenfunda su pistola. Estoy petrificado, quiere matarme; está loco.
"¡Qué sucede!". El policía joven ha aparecido gritando en el comedor, atraído por el ruido. Nos mira a ambos y parece comprender la situación, "¡Tú vuelve a lo tuyo!", grita el sargento. "Ayúdeme, quiere matarme", le suplico yo. El joven duda, se acerca a su superior; "Vamos sargento, cálmese, irá a la cárcel, no se complique ... " Tengo que huir ¡Es ahora o nunca! Con todos mis músculos en tensión salto hacia el pasillo interior, justo de donde ha salido el policía, así este se halla entre la pistola del sargento y yo. Me golpeo contra el suelo y giro, se oyen voces, un disparo, sigo girando hasta que tropiezo con algo húmedo. Enmascarado con el fétido olor percibo el perfume de María ¡Dios! Estoy lleno de sangre pegajosa. Miro hacia la entrada del pasillo, no hay nadie. Tengo que huir, en cualquier momento aparecerá el sargento disparando su arma contra mi cabeza. ¿Por qué no viene? Recuerdo como antes pasé de la terraza al comedor, me pongo en pie pero resbalo cayendo otra vez sobre María, tiemblo, miro hacia atrás y todavía no hay nadie. Me encaramo a la ventana, salto a la terraza y caigo en el suelo arrastrándome hasta la base del balcón. Tras el cristal veo al sargento, agachado frente a su compañero que yace sobre un charco de sangre. ¡Le ha disparado! El sargento le ha disparado, está loco. Me duele la cabeza, no sé qué hacer. La pistola del sargento está en el suelo junto a sus pies. Me levanto, abro la puerta del balcón y corro con todas mis fuerzas hacia él. Tropiezo con una silla, con la mesa, sigo corriendo, él se gira, coge su pistola y dispara.
Dejo de correr y espero que la sangre y el dolor empiecen a brotar en mi pecho. Pero no siento nada, pasan unos segundos, nos miramos. ¡Ha fallado! a dos metros de distancia y ha fallado. ¡Tengo que reaccionar antes que él! Salto sobre su mano y suena otro disparo, sigo sujetando su mano y él continua disparando, gritando, retorciéndose. Oigo silbar las balas por todas partes. En la puerta de entrada también alguien grita y golpea. No puedo sujetarlo más. Los que golpean van a tirar la puerta. El sargento cae de rodillas, suelta el arma, se lleva las manos al estómago y se las mira ensangrentadas; se ha disparado el mismo. Han roto la puerta. "¡Policía!". El sargento todavía está arrodillado y lentamente se derrumba sobre su cabeza quedando en una extraña posición. Entran varios policías, yo tiemblo totalmente cubierto por la fría sangre de María. Saltan sobre mí, me tiran al suelo y un pie aplasta mi cabeza contra el suelo desde donde puedo ver a un gordo vestido de paisano que mira con asco a su alrededor, me mira y dice: "Cárgate ya a ese cabrón". Oigo un disparo, siento calor en la cabeza, no puedo pensar bien y todo se oscurece poco a poco.
Quizás sólo sea un sueño del que vaya despertar en la cama junto a María dormida a mi lado, o quizás sea sólo la oscuridad de donde extrañas formas surgen y se acercan a mí…
1993.
AUTOR: Rafael Ogalla
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