martes, 14 de abril de 2015

El destino no sabe de días calurosos.



Sentada en el frío suelo de aquel caluroso pasillo: el que acababa de limpiar, sus tristes lágrimas se perdieron bajo los zapatitos de los niños que se intercambiaban de clase, ajenos a su dolor. -Quiero mis ocho minutos- gritó su muda voz después de ver aquel susurrante aleteo. Esos mismos que recorre la luz del sol hasta que es real, hasta que llega a tus ojos y calienta tu piel. Los que necesita ahora para no encarar la dura realidad: gritó su cansado corazón, hincada de rodillas.


-¿Por qué ahora?,- se preguntó, sin dejar de mirar aquel rostro perfecto. Ahora que ya no tengo fuerzas para volver a revivir aquella falta de madurez, aquel involuntario abandono. Rota de dolor, no podía dejar de mirarla, ni la marca de su antebrazo en forma de ala: la que le llamó incesantemente. 

-No hay razones para llorar. La vida es muy corta- le dijo con la sencillez de sus apenas diez años de vida, sin saber que escuchar su voz por primera vez, encogería aun más su destrozado corazón, haciendo hincapié en sus abatidas lágrimas. 

La delicadeza de su voz, su forma exquisita de hablar: aquel colegio tan caro, le aconsejaban no darse a conocer. -¿qué podrías ofrecerle? Le decía su voz interior. ¿Un amor escondido durante tantos años? Del que nadie sabe nada, oculto, avergonzado, en lo más recóndito de su mente. 

Pero el destino no sabe de secretos. Y fue entonces, cuando ya había decidido seguir ocultando el por que de su amargo llanto, ella le ofreció su mano. El contacto de su piel volvió a arrancar las recurrentes lágrimas de sus últimos diez años, desde que la vio desaparecer tras la puerta corredera del paritorio del orfanato, donde la despidió con aquellas palabras, susurrantes y ahogadas: vuela alto alegre pajarillo, deja tras tu canto una bella estela, azul como tu tierna mirada, que ciegue mis grises días de espera.

-Levanta, por favor. Cógete a mi- fueron las palabras que escuchó antes de presenciar como unas insipientes lágrimas brotaban de sus hermoso ojos azules. Cuando se volvieron a unir ambas alas al juntarse sus brazos. Las que formaban aquel ave que no debió separarse nunca. Las que ni la mente, ni el corazón, ni cualquier fuerza humana o divina, podrían apartar ya desde ese preciso momento.

Ninguna dijo nada, no hacía falta. El alegre pajarillo, por fin encontró su otra ala.

Madre e hija, aferradas en un caluroso abrazo, caminaron llorando hasta la oficina de Dirección de aquel colegio tan caro, tan respetable y tan bien uniformado, aquel caluroso día de verano, aquel en que apetecía ir en manga corta. En aquel colegio de canto, tan refinado.


AUTOR: Sergio Suárez.

1 comentario:

  1. El deseo no realizado de tanta madre que haya vivido la experiencia del arrepentimiento después de tomar tan grave decisión!! Te quedó muy bien amigo!! La sangre y las marcas de familia, siempre prevalecen!! Un abrazo!! Y felicidades por el premio al blog!! Sigue así!!

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