Hace
cuatro días, creo, sí cuatro, parecen haber pasado veinte años, ya solo me
quedan las piernas, no se si llegarán a mañana. Te debes de estar preguntando
qué es lo que me pasa, ¿estoy loco, he extraviado mi cordura o lanzado la he
por el water?, ¿le habré puesto demasiada hierba al canuto, mi última
borrachera habrá sido de birra picada? Nada más lejos de la realidad, pienso, luego, debería de existir,
pero no estoy en estos momentos en disposición de jurarlo. No, no creas que esto
último es un juego de palabras, un juego fácil de palabras de los que utilizo
habitualmente para encandilarte.
En
estos cuatro últimos días de mi vida, pero ¿acaso no serán los primeros del
resto de my life? No se si esta es la verdadera o la segunda, y si es la
segunda ¿habrá una tercera, una cuarta, una quinta y así sucesivamente?, ¿no
habré empezado la rueda de las
reencarnaciones en vida?, reencarnaciones espirituales por tanto; si son
espirituales, si lo son, ¿cómo llamarlas? ¿reespiritualizaciones?, un poco
largo, ¿no?, no quiero divagar. Lo que ha hecho sentarme y escribir estas
líneas con gran dificultad es la necesidad de contarte, de relatarte el proceso
degenerativo que me empezó a atacar el lunes por la mañana, hoy hace cuatro
días, no sé si lo he mencionado ya, ya sé, ya sé, me repito mucho. Lo mejor
será empezar por el principio.
El
lunes, a eso de las ocho, sonó el despertador. Tú sabes, por que fuiste tú
quien me lo regaló, lo escandaloso y alienante que se pone la fastidiosa y
diabólica máquina, empecé a oír los disparos, las bombas, la guerra de las
galaxias y, fuera de todo pronóstico, le metí tal guantazo al aparato que fue a
estamparse contra el póster de Cindy colgado en la puerta de mi armario. Ya
podrás suponer cuán asombrado estaba al comprobar mi recién estrenada violencia
digital, jamás de los jamanases había despertado de tal guisa y con semejante
brío. Pero eso no es lo más extraño que sucedió la primera mañana de mi postrer
suplicio. ¡Se me cayeron tres dedos de la mano derecha! Así como lo lees, tres,
de la mano derecha. No me di cuenta hasta que fui a sacarme un burgajo. Lo más
sorprendente fue que no sentía dolor alguno en absoluto, ese mensaje que mandan
los nervios al cerebro para que uno se dé cuenta de que algo marcha mal, algo
falla, y uno debe intentar arreglarlo para que cese el impulso eléctrico. Esta
vez no hubo impulso eléctrico, ni respuesta cerebral, ¡ni sangre! Un corte
limpio, seco, cauterizado, en dos palabras ¡im
presionante! Me olvidé del asunto y me dispuse a desayunar y salir
pitando, tenía una cita con Bea y no era plan de desperdiciar la ocasión de
estrechar lazos por una simple desmembración. Mientras los desprendimiento no
afectasen al órgano expresamente diseñado para el cambio de aceite estaba dispuesto
a presentarme, aun sin orejas, no pretendía escucharla solo deseaba sorberla.
Me
asomé a la ventana, era una mañana creada para admirar la naturaleza, el
amanecer debió de haber sido un espectáculo, pensé. El aire era fresco,
oloroso, transportaba las esencias y carnes de las millones de flores,
arbustos, matos, hierbajos, hongos, setas, caracoles y demás seres animados e
inanimados que habían aprovechado el último diluvio para salir, reaparecer tras
el largo letargo al que se habían visto obligados por la sequía. Nunca me había
fijado en el paisaje, ni en fotos, ni en excursiones, pensaba que era algo
inmutable, solo ocupaba mi tiempo en cosas perecederas, dinero, mujeres, con
poco éxito desde luego. Ahora me sentía como una especie de ente, entre animal
y vegetal, parte del paisaje, respiraba y me inundaba un placer desconocido.
Al
salir de casa me sucedieron hechos sorprendentes que enloquecerían al más
pintado. Desistí de esperar el ascensor porque en el lapso de tiempo en que me
duchaba, afeitaba y acicalaba me había quedado en muñones. Era incapaz de
apretar el duro botón de llamada del elevador con mi minúscula nariz, así que
decidí bajar los siete pisos andando. Llegué al portal y esperé a que alguien me
abriera la puerta y poder salir a la calle. Oí la llegada del ascensor,
apareció quien tantas veces te he comentado que sería mi perfecta mitad
tantral, Andrea. ¡Que espécimen reproductor de primera clase!, sus curvas
guitarrescas y sus senos de mazapán, esas piernas tan largas, tan fuertes y avellanadas,
sus labios de chupa-chup Kojak y su lengua de chicle de bola de a veinte, sus
ojos, abismos que aspiran el alma, su pelo argénteo y caníbal y ese “buenos
días” que desarma. Me extrañé, ella nunca me saludaba, es más, desde que
intenté revolcarme con ella en un parterre del Parque en los últimos
carnavales, siempre que nos cruzábamos me llamaba asqueroso hijo de puta. Parecía
no reconocerme. Me extrañó el placer que sentía al contemplarla, no tenía nada
que ver con la pulsión apremiante y asfixiante de otras ocasiones. Me detuve,
admirándola en su ritmo, en su música, en el compás de sus nalgas, omoplatos y
gemelos.
Por
todo el camino que discurre hasta la parada de la guagua me fui encontrando
vecinos, amigos, excompañeros de clase, excompañeras de “juegos” y varias
especies más de fauna autóctona. Todos mis esfuerzos de comunicarme con ellos
eran baldíos, ni buenos días, ni ¿qué hora tienes?, ni ¿ha pasado la trece?,
nothing at all, nanais de la chinais. Nadie parecía conocerme, o reconocerme,
en vano intenté conversar con alguno de aquellos extraños. Desistí al ver mis
labios en el suelo, fui a sacar la lengua a un niño perretoso que destrozaba a
patadas los zapatos de su primera comunión y mi chicle de bola voló, decidí
entonces no hacer ningún movimiento brusco para ver si era capaz de conservar
algo de carne para una sopita. Llegó la guagua, me subí, pase de largo, el
conductor no me paró, no pagué, él no protestó, ¿le daría pena?, ya no tenía
brazos, labios, lengua. Una anciana decimonónica me cedió el asiento. Al hacer
recuento de las partes que me faltaban me invadió una depresión sin límites, ya
solo me quedaba un miembro con el que satisfacer el hambre de Bea, ¿podría
cumplir?, jamás lo había hecho, no tenía que ser hoy un día especial, pero, no,
me, im, portaba. Disfruté del trayecto en guagua como un niño al que por
primera vez dejan dormir en casa de un amigo. Todo lo que veía por la ventana
lo conocía y reconocía, pero era nuevo a mis ojos nuevos. Pensé que se me
habrían desprendido y que solo me quedaban las cuencas, imaginé que era la
razón de mi extraña y pura visión,
miraba las cosas con el alma, me recorría un alivio infinito, sentía con todos los poros, mis poros no
sudaban por el agradable calor del mediodía, mis poros, lo creas o no, se
curvaban sobre sí, ¡sonreían! No tenía manera de comprobar la pérdida de mis
boliches miradores, no podía llevarme las manos que no tenía a los ojos, pero,
no, me, im, portaba.
De
repente me vino una idea a la cabeza, ¿qué pasaría si con mi aspecto me pusiera
a mendigar en la Avenida de las Canteras? Me forraría sin duda alguna, así fue.
Cogí un cartón que encontré al lado de un contenedor y con gran esfuerzo logré
escribir con el pie una hermosa leyenda que rezaba así: “Por Dios y la Virgen
Santísima, tengo diez churumbeles, dos exesposas, tres casas que mantener,
todos mis hijos están en el Claret o
estudiando ingeniería industrial superior sin beca, no me basta con el empleo
nocturno de vigilante de motos, ni tampoco con el de profesor de sevillanas en
la asociación de vecinos del barrio, tengo muchas letras que pagar, TODAS
MAYÚSCULAS, muchas gracias.” Me pasé tres horas sentado en el Paseo, con mi
cartoncito delante. Todo el que pasaba desembolsaba doscientas o trescientas
pesetas, alguno me llegó a dar un billete con la carita del Rey. En sus caras
adivinaba desolación, envidia, tristeza, adivinaba su auto fobia (miedo a uno
mismo por dentro, reverso del alma, del Uno), no me cubrieron de billetes por
ayudarme a mí sino por salvarse ellos, ellos necesitaban más que yo ese acto de
desprendimiento, necesitaban redimirse de alguna forma, ellos no tenían la
suerte de redimirse como yo, no podían desembarazarse del fardo de la
deshumanización como lo estaba haciendo yo, pagando con mi carne. A ojo conté
que habría unas ochenta o noventa mil pesetas, me levanté como pude y se las di
a un pobre manco y tuerto que no tenía en su cartón, con mejor ortografía y
redacción que el mío, ni para un tetra de Don Simón, ahora tendría para bañarse
en Faustino XV Grandísima Reserva.
Seguí
caminando y explorándome en busca de más signos físicos de mi recién estrenada
metamorfosis, los psíquicos eran evidentes. Caminaba, o eso pensaba, se me
mezclaba todo, las cosas, los nombres, los lugares, los afectos. Ya no solo se
me caía la carne a cachitos, se me iban cayendo los recuerdos, mi madre, mi
perro, ¿o era gato? Me estaba desintegrando, desidentificando. Lo curioso era
lo bien que me sentía, era indescriptible el placer que me estaba invadiendo a
medida que desaparecía, todo me atravesaba, ya no tenía que evitar los
obstáculos. El aire que llenaba mis pulmones no seguía los conductos
habituales, todo yo era poroso al viento, por mí pasaba y sentía como lo hacía,
cada ráfaga se llevaba un trozo de mi, unos pelos, los pezones, mi instrumental
especialmente diseñado para el cambio de aceite. Una de esas pequeñas, dulces,
candorosas y oleosas brisas se llevó mi nombre, mi carta se había quedado sin
remitente. Mi nombre se fue sin ruido, tranquilo, extrañamente feliz lo vi en
el horizonte cogido de la mano de otro nombre, sin duda alguna el nombre de la
destinataria de esta carta, tu nombre. Ya no recuerdo a quien escribo, meto de
una patada el sobre sin dirección en un buzón y sigo andando.
Autor: Juanje Frayfregona
De lectura que atrapa, y una frescura irónica embriagadora. Y sólo tienes dos décadas de vida.
ResponderEliminar"Im presionante", gracias Juanje por cederlo para el Blog
Juanje, tu cuento me ha parecido EXTRAORDINARIO, y lo pongo con mayúscula porque se las merece. Tengo un cuento parecido, al menos el el "efecto" de voladura, que desde que tenga tiempo se lo mando a Carlos para que lo ponga.
ResponderEliminarMe encanta tu imaginación, lo bien que te lo pasas escribiendo, porque eso, sin ninguna duda, se nota.