Sentado en la parada del Autobús, pienso en lo que me espera éste día, y tengo miedo.
Hoy debo presentar el proyecto que determinará mi continuidad, o no, en la empresa. Los datos, tan ordenados en el Dossier que llevo en mi reluciente carpeta personalizada y de color vino, ahora comienzan la tercera melé en mi cabeza, y sólo son las ocho de la mañana. Batallando entre las estadísticas, informes técnicos y estimaciones de posibles futuras ganancias, los que parecen contrincantes rabiosos en el último partido de temporada, aunque pertenezcan al mismo equipo, comienzan a enervar al público, que en este caso soy yo. No lo puedo evitar, nunca he podido controlar mis nervios. Quizás mi carácter convergiera mejor con los operarios que veo en la acera de enfrente, riendo y bromeando ya de buena mañana.
Parecen tan relajados, que se diría que quisieran restregarme su buen rollo en toda la cara. Y tras los cuatro silbidos que intentan llamar la atención de la chica que se sienta a mi lado, pienso en cuánto cobrarán para estar tan contentos y motivados, para soltar esas enormes carcajadas producidas por la indiferencia ofrecida por mi nueva compañera de banco.
La verdad es que, por lo menos, tienen buen gusto. Con ella ha llegado un suave olor a perfume, que ha tenido la virtud de parar por unos segundos el partido de rugby que se está produciendo en mi cabeza. No reconozco el aroma, pero añade un toque alegre a su enigmático rostro. Los de enfrente siguen intentándolo, pero ella hace oídos sordos, y dedica un segundo para mirarme y levantar las cejas en un gesto de hastío. “Demasiados intensivos” recurro a mis dotes de Jefe de Proyecto para estimar que con un poco menos de intensidad podrían conseguir mejores resultados. Pero quién se lo dice, seguro que el buen rollo se convertiría en… bueno, me estoy perdiendo… y tengo que seguir concentrado, hoy es el gran día.
Cuánto tarda el Autobús. Esos sí que tienen un trabajo relajado, aunque deben de tener un estricto horario que seguir, en los últimos seis meses he tenido que coger más taxis de los que me puedo permitir. Hoy no me harán perder dinero. Tengo quince minutos de margen, que he repartido entre el trayecto en la línea regular, los saludos con el personal de recepción y el lento ascensor del edificio de mi empresa.
Debe de tener prisa también, porque no ha dejado de mirar su minúsculo reloj desde que se ha sentado. Mmmm… Creo que llamarle minúsculo, le queda demasiado grande. Ahora no sé si tiene prisa o es que no puede ver bien esas microscópicas manecillas. Sigo calculando cosas para mantener mi cabeza ocupada, o será que el partido está en descanso.
Ya veo el autobús acercarse, -Ya era hora- pronuncio, un treinta por ciento más alto de lo que hubiera querido. Lo achaco a la euforia tras ver aparecer mi anhelado transporte.
-Las 9 y quince- dice mi vecina de banco, tras volver a mirar el maldito reloj.
- Perdón- le digo, sin comprender qué me quería decir.
-Que son las 9 y quince-
De repente, todos los jugadores volvieron a saltar al campo, maldiciendo, gritando y señalándome que mirase la pantalla del marcador, donde se reseñaba “CAMBIO DE HORA, a las 2 serán las 3”
Las caras de los operarios y de la enigmática chica, del casi invisible reloj, expresaron la misma contrariedad cuando me vieron saltar a la carretera, gritando una vez más ¡TAXIIII, TAXIIII”!
Sergio Suárez Hernández
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