miércoles, 14 de enero de 2015

Mi gran viaje..., a Shangri La



La línea de transportes número diecisiete es la única que llega tan lejos. El distrito donde vivo está a quince kilómetros del centro de la ciudad y es la manera más factible y barata que me puedo permitir en estos momentos. No me importa pasar por las innumerables paradas que debe realizar antes de salir del núcleo urbano: antes de enfilar hacia la costa, pero las situaciones que tengo que vivir cada día, en su particular recorrido, hacen que ese viejo autobús me imponga tanto respeto utilizarlo.

Nunca me hubiera imaginado decir esto, pero pienso que es un micromundo en el que viven los mismos usuarios, una y otra vez, cincuenta minutos, dos veces al día, como transitar un espacio extraterrenal donde nada es común ni previsible. Un agujero de gusano hacia un particular Shangri La.

Llevo un año utilizándolo, desde que empecé a trabajar en el periódico más insignificante de Durango; desde que perdí mi trabajo en la Televisión Nacional. La hora y cuarenta minutos más extrañas de mis últimos trescientos sesenta y cinco días.

Al principio me daba apuro que todos me reconocieran al subir en él: tras perder el trabajo donde mi labor se realizaba cara al público, he tenido que volver a la casa familiar, no podía mantener una casa de tres plantas con mi sueldo actual; el de un articulista de personas desaparecidas. Pero, después de una semana dando explicaciones sobre mi despido, te acostumbras. Aunque pensándolo bien, no fue una semana tan mala comparado con lo que llegó después.

Ya conozco sus trabajos, sus amores y desamores, sus anhelos, virtudes, temores… incluso las deudas que tienen todos y cada uno de los que me acompañan en ese obligatorio tránsito diario. Y eso me ha hecho una persona más observadora y reflexiva. Tengo que reconocerlo, antes no sabía escuchar. El éxito se vive en una burbuja tan exclusiva, que las personas a tu alrededor casi se vuelven invisibles e, irónicamente, insignificantes.

Tras dejarles aclarado que mi despido no tuvo nada que ver con que le pusiera los cuernos a la presentadora estrella de la cadena con su becaria adjunta, como tan bien se encargó de promulgar ella, casi todos se replantearon mi afamado carácter, huraño y déspota, con el que he tenido que cargar después de dejar mi sección de noticias internacionales.

Y digo casi todos, porque el señor de la cazadora azul y  barba de tres días que siempre sube en la parada número nueve; la de la Avenida Normandía, no ha dejado aun de mirarme con esa especie de turbadora e inquisitiva manera de excrudiñarme, con la que me obsequiaron todos aquella primera semana. Pero incluso permaneciendo tan ajeno a los demás, me cae bien. Es el último que sube siempre para completar esta singular tripulación antes de adentrarnos en lo que yo llamo ¡el gran viaje!

Sí, el gran viaje. Un viaje de sentimientos, sinrazones y descubrimientos, que ya comparo a uno de esos éxodos interestelares tan manidos por las multinacionales cinematográficas.

Después de dejar aclarada mi presente situación, intenté abstraerme de sus vanas conversaciones leyendo a Dickens, apartado en la última fila del autobús. Pero fue imposible. Un error, que no me perdonaré nunca.

Pero como eludir esas intensas conversaciones con la mirada: con esa chica que viaja enfrente de tí, a la que ni siquiera conoces. 

Cuando el pequeño Oliver Twist era iniciado en el hurto al prójimo, las historias que no me dejaban concentrarme comenzaron a hacer mella en mi ermitaño retiro de la última fila. Como abstraerme de la situación de desahucio que estaba viviendo Dª. Margarita, la entrañable anciana que baja en mi misma parada, o los amagos de depresión que sufre Rita, la empleada de hogar que se enfunda sus gafas negras y sus auriculares, regalándonos una sesión completa de las más ñoñas baladas de amor a las que no puedes eludir oír, incluso desde la última fila. La respiración intensamente asfixiante, acompañada de una explosiva tos, de León el mecánico que trabaja en la empresa de transportes, quién ha resuelto las innumerables averías de esa vieja bañera que nos traslada hasta el distrito veintitrés. Incluso los apagados lloros de Rubén, el chofer, que está amonestado por la compañía por faltar al trabajo cuando su pequeño de tres años tiene uno de sus accesos febriles tan frecuente en él. Es imposible.

Todos y cada uno de los catorce pasajeros de la línea diecisiete, tienen una historia parecida a la mía, y en el año transcurrido, he conocido y padecido cada una de ellas. Ahora es cuando comienzo a conocer a las personas: interesantes como Marcelo, que intenta abrir un refugio para los más pobres del barrio; los que ni siquiera se pueden permitir pagar este autobús para ir al colegio, o las anodinas como la del eremita y reticente de la cazadora azul, que sólo habla, bueno, llama por el móvil, a su ex mujer, pretendiendo que ninguno le oigamos, para intentar volver con ella.

Y es por eso que me impone tanto subir cada día a éste autobús. Porque tras trescientos sesenta y cinco día, les he cogido cariño. Un cariño que antes ni siquiera hubiera estimado: ni hacia la becaria que anhelaba mi puesto y se inventó un affaire para largarme.

Será la línea de transportes que llega más lejos, pero también es la nave nodriza que nos aísla de la rutinaria y bulliciosa ciudad, dejándonos incluso unos diez últimos minutos, en un apacible silencio, para reflexionar. En los cuales he podido pensar en todo esto, y que creo, a más de uno le puede estar pasando lo mismo en este mismo instante.


Ahora ya veo la costa, queda poco para llegar, pero mañana volveremos a subir a él y comenzará de nuevo ¡mi gran viaje..., a Shangri La!


AUTOR: Sergio Suárez Hernández

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