miércoles, 21 de enero de 2015

Bloomsday


Cuando Molly entró en la cocina, Leopold daba vueltas insistentemente a la cucharilla del café. Justo tres dedos, en vaso de cristal ancho, como los que se usan para beber whisky, precalentado, variedad arábica natural, bien cargado y con un solo terrón de azúcar. El aroma del brebaje unido al tintineo de la cucharilla en el cristal lo relajaba, conseguía transportarlo durante unos minutos a la niñez. Era algo a lo que durante muchos años no encontró explicación, no tenía recuerdos que ligaran esa etapa de su vida siquiera remotamente con esos objetos y ese olor. Pero sucedía invariablemente.

En la casa familiar nunca se tomó café, y el té siempre en taza de porcelana. Su madre alegaba que beber con gusto algo de color negro tenía por fuerza que ser pecado, venial, pero pecado. -Se empieza por ahí y se termina en un burdel gastando todo el jornal- Decía vehementemente la Señora Bloom, de soltera Moore. Había tenido a Leopold ya muy mayor, un dieciséis de Junio, a punto de cumplir los cuarenta y cinco. Este hecho derivó en un fervor religioso exagerado, y en la elección casi obligada de su nombre, todo parecía cosa del destino. Estaba convencida de que le debía al Creador obediencia ciega a sus preceptos, interpretados y comunicados a los feligreses por el Padre Thorton. La única explicación plausible al hecho de haber, en primer lugar, concebido tras veinticinco años de infructuosos intentos y, en segundo lugar, parido con tanta facilidad y sin dolor, tenía que ser a la fuerza la intervención divina. La aparición  del Padre Sean Thorton en el pueblo dejó constancia de lo inescrutable de los caminos del Señor. Hombre de belleza dura, seca; su altura hacía sombra allá donde fuera, era alto hasta sentado, pelo ensortijado y de un color rojo intenso, de un azafrán luminoso, enemigo del peine, lo obligaba a pasar por la barbería con más frecuencia de la deseada. La leve cojera que sufría en la pierna derecha convertía, al caminar, su pubis en un péndulo suave, hipnótico, seductor. Le habían seccionado el muslo con un cuchillo campero en busca de otra cosa, un corte de treinta centímetros lo suficientemente profundo para inutilizar para siempre parte del músculo. Un intento de homicidio sufrido en un poblacho de Utah, nunca denunciado ni castigado. Allí estuvo seis largos años predicando, hasta que el celoso acólito mormón John Connor desconfió del número alarmante de recién nacidos pelirrojos, su esposa Sarah acababa de dar a luz a la séptima zanahoria de la congregación en dos años. No podía ser que Dios quisiera eso.

En Arklow no existía ese problema, si a un morador del pueblo le parecía que su vástago no tenía sus facciones, mirase a donde mirase habría sospechosos. De todos es sabido que la capacidad de sospecha humana, así como la del odio, se difumina en medio de la masa, si no puedes enfocar o dirigir hacia un número determinado de individuos, directamente proporcional a tu capacidad analítica, entonces, la sospecha y el odio tienden a disiparse. Encasillas a varias personas en un grupo determinado, con alguna característica común entre ellas. Sirve cualquier cosa: la raza, la orientación sexual, la confesión religiosa, el equipo de fútbol, la forma de vestir, la forma de no vestir, ser aplicado en los estudios, ser un reverendo ganso… Luego viene la parte dogmática, donde se le atribuyen a ese grupo de personas todos los males de la humanidad, y de paso los particulares de cada uno. Ya está montado el sistema de válvula. Que te quedas sin trabajo, la culpa es del negro. Que no te conceden la hipoteca, la culpa es del judío. Toda contrariedad descarga la presión por la válvula. Pero en Arklow, el gen dominante pelo rojo había eliminado casi por completo las sospechas de adulterio para toda la eternidad, ventajas de la endogamia.

Molly había dejado la parte más pesada de su monólogo interior en la habitación, bien doblado, recogido en un cajón de la cómoda francesa, regalo de boda de sus suegros, para más tarde retomarlo. Parada, de pié, delante de la mesa circular de la cocina observó a Leopold durante unos minutos, sabía que ahora Él no estaba presente, solo era su cuerpo dominado por la inercia. Estaba acostumbrada a esas ausencias, a esos viajes a mundos ficticios donde ella suponía que acudía a buscar los elementos que luego amalgamaba y utilizaba para sus intentos de escribir usando la intertextualidad. La fecha de su nacimiento, el apellido de su padre y el capricho estúpido de su madre lo habían convertido en un ser dirigido por la vida de otro, siquiera real, un jodido personaje, un don nadie con una patata en el bolsillo. Le habían publicado tres relatos cortos, más por el folclorismo de su nombre que por la calidad de los textos, él lo sabía, el resto de la mierda que eyaculaba su pluma vagaba de blog en blog. Se podía permitir esa pérdida de tiempo. Si bien su padre no fue capaz de concebirlo, sí fue suficientemente hábil para asegurarle una vida cómoda. Tenía unos espermatozoides inútiles, incapaces de encontrar el óvulo con un mapa. Pero las neuronas… ¡Ay! esas sí funcionaban a la perfección. Los negocios y las inversiones no tenían secretos para el viejo Señor Bloom. Tras su muerte los que quedaron vivieron de las rentas hasta el final de sus días.

Y hoy era otra vez dieciséis de Junio. Mucho se habla del infierno, el reino de Satán. Un lugar donde la tortura, la desesperación, la suprema aflicción y el dolor inenarrable aguardan al pecador. La metáfora en la tierra, la explotación del niño, la sangre que mana de unos ojos secos de lágrimas deshidratados por la infame inanición ¡Malditos seamos todos mil veces! La guerra a palo y piedra, la barbarie y la aberración entre semejantes, la muerte de la empatía. Homo homini lupus. Y el íntimo, la cotidiana desazón del tiempo, la incausalidad e inaprehensión de la absolutez, la angustia de ser siendo sin ser lo que soñabas ser. Vivir muerto el sueño, espectador vacuo de la Nada disfrazada del Todo. La gran mierda cósmica pegada a la suela del zapato, el hedor que asciende al caminar, obturando las fosas nasales e impidiendo el hálito, los pulmones contritos, secos, salinos. El para qué... El hasta cuándo… Lo insoportable de soportarlo todo. Para Leopold Bloom el infierno era el dieciséis de Junio. Hoy se cumplía un año…

… Aquella mañana nació fresca y despejada, se adivinaba que el tiempo iba a ser benévolo con los campistas y los amigos del mar. Por la ventana de la habitación en la que yacía Molly en su noveno mes de embarazo, salida ya de cuentas, entraba el aroma del césped regado en la noche y las fragancias de las flores de la postrera primavera. Algunos pajarillos se unían a la fiesta de los sentidos con el hilo musical de sus gorjeos, trinos y escaramuzas amatorias. Leopold  se giró en la cama y observó a su esposa dormir durante unos instantes. Se le notaba la incomodidad de la inminente maternidad en los gestos reflejos de su cara, la dificultad en la respiración, el sudor en el cuello y el llevarse, de cuando en cuando, ambas manos al vientre. Se levantó con la intención de ir la cocina a preparar algo ligero y luego despertarla, ya eran las diez de la mañana y había quedado en acompañar a su madre a visitar al Padre Thorton. Leopold apenas lo había visto un par de veces por la calle. Ya desde pequeño mostró una aversión irracional, cercana a la alergia, hacia todo lo religioso. De adulto se atemperó lo justo para pisar la iglesia en alguna ocasión, solo si después daban de comer. Pero su madre insistió de tal forma que le fue imposible negarse. El Padre Sean Thorton estaba postrado en cama desde hacía cinco meses, padecía un cáncer testicular que había degenerado en metástasis, se rumoreaba que por el sobre esfuerzo, el uso intensivo había derivado en castigo bíblico, divino, mortal de necesidad. Estaba en las últimas fases de la enfermedad, todavía lúcido pero muy demacrado, solo conservaba apariencia de vida su espléndido pelo rojo, siquiera los tratamientos pudieron con el gen dominante pelo rojo. Preparó la cafetera pero no la puso al fuego. Decidió que sería mejor salir ya a buscar a su madre, hacer la visita al Padre y volver lo antes posible. Escribió una nota a Molly “Cariño, he salido a lo que te comenté ayer, con mi madre. No creo que tarde más de hora y media. Te dejo la cafetera  preparada”, y la dejó en su mesita de noche, apoyada en el vaso de agua, para que fuera lo primero que viera al despertar.          

Detrás de la iglesia existía otra edificación, de construcción posterior en el tiempo y el estilo, incluso se diría que distante, de hecho no parecía a la vista relacionada con la iglesia, pero el olor la delataba, incienso, cadáveres de cirios, cera apestosa resbalando por las palmatorias.  Antes de entrar ya le empezaron a picar las palmas de las manos, no pensaba tocar nada que no fuera el suelo con las suelas de sus zapatos, si hubiera podido levitar lo habría hecho.  La Señora Bloom se adelantó y con paso firme se dirigió a la estancia donde habían acomodado al Padre Thorton, Leopold la siguió extrañado de la familiaridad con que se desenvolvía su madre en ese espacio, parecía dominarlo, la habilidad de lo cotidiano. -Buenos días Padre- Dijo Leopold con educación. –Buenos días hijo mío- Contestó el padre. -¿Cómo se encuentra hoy? Le veo bien- Según salieron las palabras de su boca se sintió estúpido, ¿Cómo se iba encontrar? ¿Le veo bien? ¡Se estaba muriendo! -Ahí lo vamos llevando- Replicó el Padre quitando importancia al desliz verbal. En ese momento entró la Señora Maggie Gyllenhaal, la anciana asistente del Padre Thorton. Llevaba con él desde su llegada al pueblo hacía cincuenta años. En aquellos tiempos era la descarriada del lugar, no había paisano que no conociera sus rincones más oscuros, incluido el más oscuro. Desde entonces nadie del pueblo había vuelto a visitar esos lugares recónditos. Estaban reservados a la intimidad de la sacristía y al apetito de su custodio. La Señora Gyllenhaal descansó la bandeja en una pequeña y coqueta mesa camilla cubierta de un fino paño bordado en blanco. En la bandeja unos vasos de cristal, anchos, como los que se usan para beber whisky, precalentados. A Leopold empezó a dolerle la cabeza cuando la anciana comenzó a servir el café, justo tres dedos en cada vaso, el recipiente con los terrones de azúcar rodeado de cucharillas dispuestas al concierto de percusión. Clavó la mirada en los ojos de su madre, ella jamás tomaba café en casa, ¿a qué venía esa escena? Su madre solo acertó a arquear las cejas y encogerse de hombros. Fue una iluminación, se despejaron incógnitas que Leopold hasta ese día había dado por inaprensibles, inasequibles a su capacidad cognitiva. -Hijo mío-   Repitió Sean Thorton, el hombre más fértil de toda Irlanda. Leopold entendió al instante que el llamamiento no había sido  retórico. Incrédulo, pasmado y con una jaqueca que empezaba a tener las dimensiones del canal de Panamá se levantó de su asiento y se despidió con un cortés: -Que tenga usted una plácida y pronta defunción-.

Camino de vuelta a su casa las ideas se le agolpaban en al cerebro, unas junto a otras, empujándose. ¿Cómo podía ser que la querencia por el café en vaso de cristal ancho, como los que se usan para beber whisky, precalentado, fuera una condición genética? Gen recesivo (nn), ¡y habían coincidido en su madre y en el Padre!, ¡que resultó ser su padre!, era inaudito. No sentía contrariedad alguna por la nueva nueva, era más bien perplejidad, asombro, estupefacción. Según se acercaba a casa sus pasos se iban volviendo más lentos, algo parecía frenarlo, una fuerza invisible, una galopante paranoia se sumaba ahora a la migraña. ¿Cómo iba a contarle semejante disparate a Molly? ¿Debía contárselo? ¿Para qué? ¿Se lo creería o pensaría que era otra fabulación de las suyas en busca del Santo Grial de la intertextualidad? La temperatura de su cerebro se elevaba hasta la categoría de cefalea febril. Faltando cien metros escasos para llegar a su destino vio como corría a su encuentro el cartero de origen ruso al que correspondía el reparto de las misivas de toda la zona baja de Arklow. -¡Señor Bloom!- Grito desde lejos. -Se llevaron hace casi una hora a su esposa a la maternidad-. Sin responder ni dar las gracias, Leopold dio media vuelta y se dirigió lo más rápido que le permitieron sus escuálidas y antideportivas piernas hacía la parada de taxis.

Dikembe Mutombo, congoleño de nacimiento, llevaba desde los quince años en Irlanda. Decir que era alto y atlético no le haría justicia, que fuera negro tampoco, era una de esas personas que existían y vagaban por la civilización exhibiéndose como prueba irrefutable, demostración palpable e inequívoca de que el Hombre había pertenecido alguna vez a la naturaleza. Su olor era diferente. La gente urbanita huele a artificio, el que no lo hace a perfume, lo hace a pastilla de jabón de limón nueva, otros a máquina, a trabajo, incluso a idiosincrasia. Él olía directamente a macho, ponerlo en medio de un grupo de mujeres desinhibidas y sin testigos era como soltar a una gallina en medio de una perrera infectada de rabia. Tras algunos años de delincuencia menor y trabajos donde el rol de víctima quedaba a su cargo enderezó el rumbo, la singladura tenía como destino final el ejercicio de la profesión de taxista. Y le iba bien. Se ganaba la vida de manera honrada, era reconocido en el pueblo, siempre atento a satisfacer discretamente, sin alardes, las necesidades públicas de sus clientes y las privadas de sus clientas, todo un caballero. Leopold indicó el destino y la razón de su prisa, su mujer estaría, muy probablemente, dando a luz a su primogénito. Dikembe arrancó y condujo a lo Jackie Stewart, preciso y decidido en las curvas, apabullante en las rectas, quería complacer a su cliente, que quedara satisfecho, era su misión, discreto, sin alardes. En alguna otra ocasión habían coincidido, pero el Señor Leopold Bloom no era hombre de andarse fijando. Molly sí era mujer de andarse fijando. Hacía aproximadamente un año que, todos los jueves por la mañana, iba al mercado. Compraba lo habitual para la semana y, si tocaba celebración ese domingo, aprovechaba para adquirir alguna delicatesen. Había tomado por costumbre volver siempre a casa con el mismo taxista, un chico atento, que invariablemente se prestaba a alcanzarle la compra hasta el mismísimo fondo de la cocina, un chico enorme portador de una no menos enorme amabilidad, extremadamente discreto, sin alardes. Tenían la costumbre de salir juntos de casa, Leopold camino de su cita semanal con el administrador que llevaba los múltiples y variados negocios de su difunto padre y Molly a su visita semanal al mercado. Se despedían con un cariñoso beso, él no llegaba a casa nunca antes de las cuatro de la tarde, había mucho que revisar y el trabajo se alargaba siempre hasta la sobre mesa.

Mírala ahí parada de pié mañana tengo que mandar el puto poema concomitancias y paralelismos azul nervio bola incesto camello taxi punto variación indefinible del espacio contiguo a la mesa llena de migas el negrito durmiendo ahora no miras bastardo hijo de bastardo feromonas es toda feromonas enormes tetas y el bastardo gozando plúmbeos estiletes roidos hasta la rojez pillarla por detrás y hundirle toda la intertextualidad hasta el fondo del monologo café frío asco Bertolucci si que sabía mantequilla y hasta el fondo y que miras no pienso hablarte mírala mírala mírala culpable mírala el único negrito no adoptado mírala ¿se lo vas a decir tú? yo paso no se lo va a creer el resto de Somalia Etiopía Guinea y el Leopold Bloom júnior negrito irlandés y el taxímetro en marcha hijo de la gran puta hasta el jueves santo fruta verdura y polla dura pareado empalado empanado enfilado concomitancias y paralelismos azul nervio bola incesto presión huida pereza proeza punto menuda mierda el hamor coma mejor punto y coma hamor de madre de padre de Padre de abuelo con alzacuellos y los pantalones por los tobillos manchados de semen rojo de blanco estiércol bromas en el colegio bromas en el instituto bromas en la universidad eneltrabajoenelfuneralbajotierralosgusanos el negrito pelirrojo y la deseo igual o más vaso ancho precalentado y la anciana de rodillas con la boca abierta y el no padre ignorante como un mulo trabajando para la iglesia sin una tristes vacaciones el porvenir tuyo tus poemas tus novelas muertas antes de nacer panfletos para limpiarse el culo sentarme en la playa sal mírala jóvenes paseando cogidos de la mano Joyce en la mente sí solo en la mente sí sí y las causalidades de las concurrencias de las concomitancias de los paralelismos Molly y Molly Leopold y yo  tu y Leopold tu y yo y las sabanas primerizas sin estrenar prístinas de poluciones invenciones de pretextos de futuros de textos para el futuro sin pasado ni memoria húmedos ramos de rosas cine y palomitas creer en ti sí sí tocar sus tetas sentir sus tetas sudar sus tetas y sí dijo sí quiero Sí.

Molly se tocó los pechos doloridos, llevaba días sintiéndose más incómoda de lo habitual, el periodo de lactancia se le antojaba eterno. Anhelaba que andara, que corriera, que Leopold abrazara a Leopold, que la hierba penetrara en sus pies desnudos persiguiendo una gran patata. Que dijera mamá, que dijera papá, casa, flor, canción. Por fin unas palabras, el llanto desde la alcoba requería su presencia. Inició la marcha por el camino más largo, un rodeo expiatorio en busca del roce oportuno, del perdón verbalizado, un año mudo era como la muerte viva, como la vida muerta, un año sin tinta profanando el blanco, no ver el sol, los párpados imperando sobre sus reyes. El roce llegó, entre un codo en pié que pasaba y un hombro expectante, una leve y forzada desaceleración,  un instante petrificado… un te quiero mudo.



AUTOR: Juanje Frayfregona

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