Cuando
Molly entró en la cocina, Leopold daba vueltas insistentemente a la cucharilla
del café. Justo tres dedos, en vaso de cristal ancho, como los que se usan para
beber whisky, precalentado, variedad arábica natural, bien cargado y con un
solo terrón de azúcar. El aroma del brebaje unido al tintineo de la cucharilla
en el cristal lo relajaba, conseguía transportarlo durante unos minutos a la
niñez. Era algo a lo que durante muchos años no encontró explicación, no tenía
recuerdos que ligaran esa etapa de su vida siquiera remotamente con esos
objetos y ese olor. Pero sucedía invariablemente.
En
la casa familiar nunca se tomó café, y el té siempre en taza de porcelana. Su
madre alegaba que beber con gusto algo de color negro tenía por fuerza que ser
pecado, venial, pero pecado. -Se empieza por ahí y se termina en un burdel
gastando todo el jornal- Decía vehementemente la Señora Bloom, de soltera
Moore. Había tenido a Leopold ya muy mayor, un dieciséis de Junio, a punto de
cumplir los cuarenta y cinco. Este hecho derivó en un fervor religioso exagerado,
y en la elección casi obligada de su nombre, todo parecía cosa del destino.
Estaba convencida de que le debía al Creador obediencia ciega a sus preceptos,
interpretados y comunicados a los feligreses por el Padre Thorton. La única
explicación plausible al hecho de haber, en primer lugar, concebido tras
veinticinco años de infructuosos intentos y, en segundo lugar, parido con tanta
facilidad y sin dolor, tenía que ser a la fuerza la intervención divina. La
aparición del Padre Sean Thorton en el pueblo
dejó constancia de lo inescrutable de los caminos del Señor. Hombre de belleza
dura, seca; su altura hacía sombra allá donde fuera, era alto hasta sentado,
pelo ensortijado y de un color rojo intenso, de un azafrán luminoso, enemigo
del peine, lo obligaba a pasar por la barbería con más frecuencia de la
deseada. La leve cojera que sufría en la pierna derecha convertía, al caminar,
su pubis en un péndulo suave, hipnótico, seductor. Le habían seccionado el
muslo con un cuchillo campero en busca de otra cosa, un corte de treinta
centímetros lo suficientemente profundo para inutilizar para siempre parte del
músculo. Un intento de homicidio sufrido en un poblacho de Utah, nunca
denunciado ni castigado. Allí estuvo seis largos años predicando, hasta que el celoso
acólito mormón John Connor desconfió del número alarmante de recién nacidos
pelirrojos, su esposa Sarah acababa de dar a luz a la séptima zanahoria de la
congregación en dos años. No podía ser que Dios quisiera eso.
En
Arklow no existía ese problema, si a un morador del pueblo le parecía que su
vástago no tenía sus facciones, mirase a donde mirase habría sospechosos. De
todos es sabido que la capacidad de sospecha humana, así como la del odio, se
difumina en medio de la masa, si no puedes enfocar o dirigir hacia un número
determinado de individuos, directamente proporcional a tu capacidad analítica, entonces,
la sospecha y el odio tienden a disiparse. Encasillas a varias personas en un
grupo determinado, con alguna característica común entre ellas. Sirve cualquier cosa: la raza, la orientación sexual,
la confesión religiosa, el equipo de fútbol, la forma de vestir, la forma de no
vestir, ser aplicado en los estudios, ser un reverendo ganso… Luego viene la
parte dogmática, donde se le atribuyen a ese grupo de personas todos los males de
la humanidad, y de paso los particulares de cada uno. Ya está montado el
sistema de válvula. Que te quedas sin trabajo, la culpa es del negro. Que no te
conceden la hipoteca, la culpa es del judío. Toda contrariedad descarga la
presión por la válvula. Pero en Arklow, el gen dominante pelo rojo había eliminado casi por completo las sospechas de
adulterio para toda la eternidad, ventajas de la endogamia.
Molly
había dejado la parte más pesada de su monólogo interior en la habitación, bien
doblado, recogido en un cajón de la cómoda francesa, regalo de boda de sus
suegros, para más tarde retomarlo. Parada, de pié, delante de la mesa circular
de la cocina observó a Leopold durante unos minutos, sabía que ahora Él no
estaba presente, solo era su cuerpo dominado por la inercia. Estaba
acostumbrada a esas ausencias, a esos viajes a mundos ficticios donde ella
suponía que acudía a buscar los elementos que luego amalgamaba y utilizaba para
sus intentos de escribir usando la intertextualidad. La fecha de su nacimiento,
el apellido de su padre y el capricho estúpido de su madre lo habían convertido
en un ser dirigido por la vida de otro, siquiera real, un jodido personaje, un
don nadie con una patata en el bolsillo. Le habían publicado tres relatos
cortos, más por el folclorismo de su nombre que por la calidad de los textos, él
lo sabía, el resto de la mierda que eyaculaba su pluma vagaba de blog en blog.
Se podía permitir esa pérdida de tiempo. Si bien su padre no fue capaz de
concebirlo, sí fue suficientemente hábil para asegurarle una vida cómoda. Tenía
unos espermatozoides inútiles, incapaces de encontrar el óvulo con un mapa.
Pero las neuronas… ¡Ay! esas sí funcionaban a la perfección. Los negocios y las
inversiones no tenían secretos para el viejo Señor Bloom. Tras su muerte los
que quedaron vivieron de las rentas hasta el final de sus días.
Y
hoy era otra vez dieciséis de Junio. Mucho se habla del infierno, el reino de
Satán. Un lugar donde la tortura, la desesperación, la suprema aflicción y el
dolor inenarrable aguardan al pecador. La metáfora en la tierra, la explotación
del niño, la sangre que mana de unos ojos secos de lágrimas deshidratados por
la infame inanición ¡Malditos seamos todos mil veces! La guerra a palo y piedra,
la barbarie y la aberración entre semejantes, la muerte de la empatía. Homo homini lupus. Y el íntimo, la
cotidiana desazón del tiempo, la incausalidad e inaprehensión de la absolutez, la
angustia de ser siendo sin ser lo que soñabas ser. Vivir muerto el sueño,
espectador vacuo de la Nada disfrazada del Todo. La gran mierda cósmica pegada
a la suela del zapato, el hedor que asciende al caminar, obturando las fosas
nasales e impidiendo el hálito, los pulmones contritos, secos, salinos. El para
qué... El hasta cuándo… Lo insoportable de soportarlo todo. Para Leopold Bloom
el infierno era el dieciséis de Junio. Hoy se cumplía un año…
…
Aquella mañana nació fresca y despejada, se adivinaba que el tiempo iba a ser
benévolo con los campistas y los amigos del mar. Por la ventana de la
habitación en la que yacía Molly en su noveno mes de embarazo, salida ya de
cuentas, entraba el aroma del césped regado en la noche y las fragancias de las
flores de la postrera primavera. Algunos pajarillos se unían a la fiesta de los
sentidos con el hilo musical de sus gorjeos, trinos y escaramuzas amatorias.
Leopold se giró en la cama y observó a
su esposa dormir durante unos instantes. Se le notaba la incomodidad de la
inminente maternidad en los gestos reflejos de su cara, la dificultad en la
respiración, el sudor en el cuello y el llevarse, de cuando en cuando, ambas
manos al vientre. Se levantó con la intención de ir la cocina a preparar algo
ligero y luego despertarla, ya eran las diez de la mañana y había quedado en
acompañar a su madre a visitar al Padre Thorton. Leopold apenas lo había visto
un par de veces por la calle. Ya desde pequeño mostró una aversión irracional,
cercana a la alergia, hacia todo lo religioso. De adulto se atemperó lo justo
para pisar la iglesia en alguna ocasión, solo si después daban de comer. Pero
su madre insistió de tal forma que le fue imposible negarse. El Padre Sean
Thorton estaba postrado en cama desde hacía cinco meses, padecía un cáncer
testicular que había degenerado en metástasis, se rumoreaba que por el sobre
esfuerzo, el uso intensivo había derivado en castigo bíblico, divino, mortal de
necesidad. Estaba en las últimas fases de la enfermedad, todavía lúcido pero
muy demacrado, solo conservaba apariencia de vida su espléndido pelo rojo,
siquiera los tratamientos pudieron con el gen dominante pelo rojo. Preparó la cafetera pero no la puso al fuego. Decidió
que sería mejor salir ya a buscar a su madre, hacer la visita al Padre y volver
lo antes posible. Escribió una nota a Molly “Cariño,
he salido a lo que te comenté ayer, con mi madre. No creo que tarde más de hora
y media. Te dejo la cafetera preparada”,
y la dejó en su mesita de noche, apoyada en el vaso de agua, para que fuera lo
primero que viera al despertar.
Detrás
de la iglesia existía otra edificación, de construcción posterior en el tiempo
y el estilo, incluso se diría que distante, de hecho no parecía a la vista
relacionada con la iglesia, pero el olor la delataba, incienso, cadáveres de
cirios, cera apestosa resbalando por las palmatorias. Antes de entrar ya le empezaron a picar las
palmas de las manos, no pensaba tocar nada que no fuera el suelo con las suelas
de sus zapatos, si hubiera podido levitar lo habría hecho. La Señora Bloom se adelantó y con paso firme
se dirigió a la estancia donde habían acomodado al Padre Thorton, Leopold la
siguió extrañado de la familiaridad con que se desenvolvía su madre en ese
espacio, parecía dominarlo, la habilidad de lo cotidiano. -Buenos días Padre-
Dijo Leopold con educación. –Buenos días hijo mío- Contestó el padre. -¿Cómo se
encuentra hoy? Le veo bien- Según salieron las palabras de su boca se sintió
estúpido, ¿Cómo se iba encontrar? ¿Le veo bien? ¡Se estaba muriendo! -Ahí lo
vamos llevando- Replicó el Padre quitando importancia al desliz verbal. En ese
momento entró la Señora Maggie Gyllenhaal, la anciana asistente del Padre
Thorton. Llevaba con él desde su llegada al pueblo hacía cincuenta años. En
aquellos tiempos era la descarriada del lugar, no había paisano que no
conociera sus rincones más oscuros, incluido el más oscuro. Desde entonces
nadie del pueblo había vuelto a visitar esos lugares recónditos. Estaban
reservados a la intimidad de la sacristía y al apetito de su custodio. La
Señora Gyllenhaal descansó la bandeja en una pequeña y coqueta mesa camilla
cubierta de un fino paño bordado en blanco. En la bandeja unos vasos de
cristal, anchos, como los que se usan para beber whisky, precalentados. A
Leopold empezó a dolerle la cabeza cuando la anciana comenzó a servir el café,
justo tres dedos en cada vaso, el recipiente con los terrones de azúcar rodeado
de cucharillas dispuestas al concierto de percusión. Clavó la mirada en los
ojos de su madre, ella jamás tomaba café en casa, ¿a qué venía esa escena? Su
madre solo acertó a arquear las cejas y encogerse de hombros. Fue una
iluminación, se despejaron incógnitas que Leopold hasta ese día había dado por
inaprensibles, inasequibles a su capacidad cognitiva. -Hijo mío- Repitió Sean Thorton, el hombre más fértil
de toda Irlanda. Leopold entendió al instante que el llamamiento no había
sido retórico. Incrédulo, pasmado y con
una jaqueca que empezaba a tener las dimensiones del canal de Panamá se levantó
de su asiento y se despidió con un cortés: -Que tenga usted una plácida y
pronta defunción-.
Camino
de vuelta a su casa las ideas se le agolpaban en al cerebro, unas junto a
otras, empujándose. ¿Cómo podía ser que la querencia por el café en vaso de
cristal ancho, como los que se usan para beber whisky, precalentado, fuera una
condición genética? Gen recesivo (nn), ¡y habían coincidido en su madre y en el
Padre!, ¡que resultó ser su padre!, era inaudito. No sentía contrariedad alguna
por la nueva nueva, era más bien perplejidad, asombro, estupefacción. Según se
acercaba a casa sus pasos se iban volviendo más lentos, algo parecía frenarlo,
una fuerza invisible, una galopante paranoia se sumaba ahora a la migraña.
¿Cómo iba a contarle semejante disparate a Molly? ¿Debía contárselo? ¿Para qué?
¿Se lo creería o pensaría que era otra fabulación de las suyas en busca del
Santo Grial de la intertextualidad? La temperatura de su cerebro se elevaba
hasta la categoría de cefalea febril. Faltando cien metros escasos para llegar
a su destino vio como corría a su encuentro el cartero de origen ruso al que
correspondía el reparto de las misivas de toda la zona baja de Arklow. -¡Señor
Bloom!- Grito desde lejos. -Se llevaron hace casi una hora a su esposa a la
maternidad-. Sin responder ni dar las gracias, Leopold dio media vuelta y se
dirigió lo más rápido que le permitieron sus escuálidas y antideportivas
piernas hacía la parada de taxis.
Dikembe
Mutombo, congoleño de nacimiento, llevaba desde los quince años en Irlanda.
Decir que era alto y atlético no le haría justicia, que fuera negro tampoco,
era una de esas personas que existían y vagaban por la civilización exhibiéndose
como prueba irrefutable, demostración palpable e inequívoca de que el Hombre
había pertenecido alguna vez a la naturaleza. Su olor era diferente. La gente
urbanita huele a artificio, el que no lo hace a perfume, lo hace a pastilla de jabón
de limón nueva, otros a máquina, a trabajo, incluso a idiosincrasia. Él olía
directamente a macho, ponerlo en medio de un grupo de mujeres desinhibidas y
sin testigos era como soltar a una gallina en medio de una perrera infectada de
rabia. Tras algunos años de delincuencia menor y trabajos donde el rol de
víctima quedaba a su cargo enderezó el rumbo, la singladura tenía como destino
final el ejercicio de la profesión de taxista. Y le iba bien. Se ganaba la vida
de manera honrada, era reconocido en el pueblo, siempre atento a satisfacer discretamente,
sin alardes, las necesidades públicas de sus clientes y las privadas de sus
clientas, todo un caballero. Leopold indicó el destino y la razón de su prisa,
su mujer estaría, muy probablemente, dando a luz a su primogénito. Dikembe
arrancó y condujo a lo Jackie Stewart, preciso y decidido en las curvas,
apabullante en las rectas, quería complacer a su cliente, que quedara
satisfecho, era su misión, discreto, sin alardes. En alguna otra ocasión habían
coincidido, pero el Señor Leopold Bloom no era hombre de andarse fijando. Molly
sí era mujer de andarse fijando. Hacía aproximadamente un año que, todos los
jueves por la mañana, iba al mercado. Compraba lo habitual para la semana y, si
tocaba celebración ese domingo, aprovechaba para adquirir alguna delicatesen. Había
tomado por costumbre volver siempre a casa con el mismo taxista, un chico
atento, que invariablemente se prestaba a alcanzarle la compra hasta el
mismísimo fondo de la cocina, un chico enorme portador de una no menos enorme
amabilidad, extremadamente discreto, sin alardes. Tenían la costumbre de salir
juntos de casa, Leopold camino de su cita semanal con el administrador que
llevaba los múltiples y variados negocios de su difunto padre y Molly a su
visita semanal al mercado. Se despedían con un cariñoso beso, él no llegaba a
casa nunca antes de las cuatro de la tarde, había mucho que revisar y el
trabajo se alargaba siempre hasta la sobre mesa.
Mírala
ahí parada de pié mañana tengo que mandar el puto poema concomitancias y
paralelismos azul nervio bola incesto camello taxi punto variación indefinible
del espacio contiguo a la mesa llena de migas el negrito durmiendo ahora no
miras bastardo hijo de bastardo feromonas es toda feromonas enormes tetas y el
bastardo gozando plúmbeos estiletes roidos hasta la rojez pillarla por detrás y
hundirle toda la intertextualidad hasta el fondo del monologo café frío asco
Bertolucci si que sabía mantequilla y hasta el fondo y que miras no pienso
hablarte mírala mírala mírala culpable mírala el único negrito no adoptado mírala
¿se lo vas a decir tú? yo paso no se lo va a creer el resto de Somalia Etiopía
Guinea y el Leopold Bloom júnior negrito irlandés y el taxímetro en marcha hijo
de la gran puta hasta el jueves santo fruta verdura y polla dura pareado
empalado empanado enfilado concomitancias y paralelismos azul nervio bola
incesto presión huida pereza proeza punto menuda mierda el hamor coma mejor
punto y coma hamor de madre de padre de Padre de abuelo con alzacuellos y los
pantalones por los tobillos manchados de semen rojo de blanco estiércol bromas
en el colegio bromas en el instituto bromas en la universidad eneltrabajoenelfuneralbajotierralosgusanos
el negrito pelirrojo y la deseo igual o más vaso ancho precalentado y la
anciana de rodillas con la boca abierta y el no padre ignorante como un mulo
trabajando para la iglesia sin una tristes vacaciones el porvenir tuyo tus poemas
tus novelas muertas antes de nacer panfletos para limpiarse el culo sentarme en
la playa sal mírala jóvenes paseando cogidos de la mano Joyce en la mente sí
solo en la mente sí sí y las causalidades de las concurrencias de las
concomitancias de los paralelismos Molly y Molly Leopold y yo tu y Leopold tu y yo y las sabanas primerizas
sin estrenar prístinas de poluciones invenciones de pretextos de futuros de
textos para el futuro sin pasado ni memoria húmedos ramos de rosas cine y palomitas
creer en ti sí sí tocar sus tetas sentir sus tetas sudar sus tetas y sí dijo sí
quiero Sí.
Molly
se tocó los pechos doloridos, llevaba días sintiéndose más incómoda de lo habitual,
el periodo de lactancia se le antojaba eterno. Anhelaba que andara, que
corriera, que Leopold abrazara a Leopold, que la hierba penetrara en sus pies
desnudos persiguiendo una gran patata. Que dijera mamá, que dijera papá, casa,
flor, canción. Por fin unas palabras, el llanto desde la alcoba requería su
presencia. Inició la marcha por el camino más largo, un rodeo expiatorio en
busca del roce oportuno, del perdón verbalizado, un año mudo era como la muerte
viva, como la vida muerta, un año sin tinta profanando el blanco, no ver el
sol, los párpados imperando sobre sus reyes. El roce llegó, entre un codo en
pié que pasaba y un hombro expectante, una leve y forzada desaceleración, un instante petrificado… un te quiero mudo.
AUTOR: Juanje Frayfregona